En el mito fundacional de nuestra cultura, aparecen la vergüenza y la culpa cuando Adán y Eva son expulsados del Edén, tras su desobediencia a Dios.
Estos dos afectos surgen muy temprano en la vida de un ser humano y parecen constituir, junto con la empatía, las bases de la ética y la moral, fundamentales para la convivencia y la organización de los grupos humanos.
Si la culpa y la vergüenza se activan frente a situaciones concretas y son utilizadas para conectar con necesidades legítimas y profundas, constituyen una guía interior, muy personal, para decidir qué acciones (o qué omisiones) son benéficiosas en un determinado momento.
La vergüenza, es una experiencia afectiva de no derecho, de no ser digno de pertenecer a un grupo. La vergüenza tiene una serie de correlatos físicos, como el enrojecimiento, o la imposibilidad de sostener la mirada, sensación de calor en el rostro, aceleración del pulso, sensación de vacío en el estómago y en el vientre. La expresión conductual son la huida y la ocultación. La expresión mental de este afecto se asocia con una serie de pensamientos irracionales que denigran a la persona y la categorizan como inferior a lo que le rodea.
Su expresión verbal es el “trágame tierra”, su gesto el esconderse de la mirada de otros. La respuesta social al individuo objeto de la vergüenza, es el aislamiento y/o el destierro.
La culpa, es una experiencia afectiva que se activa cuando la persona percibe que ha roto algún tipo de código moral interno y/o externo. Dicho código puede hallarse de forma implícita o explicita. La respuesta social o interna a la culpa es la sanción y el (auto)castigo.
Bradshaw, clínico y autor de temas de psicología, hace el siguiente paralelismo:
- La culpa dice: he hecho algo malo, la vergüenza dice: hay algo malo en mi.
- La culpa dice: cometí un error, la vergüenza dice: Soy un error.
- La culpa dice: Lo que hice no estuvo bien, la vergüenza dice: Yo no soy bueno.
La culpa, se sana en la acción concreta que repara el daño o dolor que se percibe como causado. La vergüenza, se sana en la autoaceptación y auto valoración de la integridad del yo, más allá de sus imperfecciones y errores.
Observar cómo se enfatiza y se nutre la vergüenza en nuestro entorno puede ayudarnos a reconocer las fuentes de vergüenza dentro de nosotros y en la sociedad misma. Así podremos tomar decisiones más libres respecto de nuestro funcionamiento como miembros de una comunidad social.
Los insultos, gestos de deshonra y de agravio habituales en una cultura, corresponden a negaciones de cualidades y comportamientos que se supone deberían existir en hombres y mujeres por existir tal cultura. En otras palabras, los insultos sacan a relucir verguenzas y culpas (S. Guerrero, lingüísta).
Si se observan las cualidades opuestas, ocultas tras las ofensas, entonces encontramos los valores ideales, los esperados, dentro de la cultura donde se han extraído los insultos.
Hay insultos referidos al género y sexualidad; a defectos físicos; a carencias o excesos en las relaciones con los demás; a asociaciones con la suciedad; a la pertenencia a grupos minoritarios, ideas, profesiones, etc.
Mientras más nos alejamos del ideal social heroico (y ambigüo), más focos de vergüenza social se llevan encima.
El insulto más utilizado en nuestra zona, sin duda, es “hijo de puta”. Vale la pena reflexionar en el origen y consecuencias de una expresión que vaciada de su contenido, hasta se usa de un modo cariñoso…
G. Sheridan, estudia sobre esta cuestión concluyendo que: «hijo de puta» es un insulto de varias bandas: se insulta al adversario por ser hijo de puta, pero [también,] se insulta a la madre [por puta] y al padre [por permitir ser puta a su mujer] (…) es además un insulto gerundial, pues el hijo de puta lo fue al nacer, sigue siéndolo en el presente y lo será aún en el futuro (…) Un hijo de puta lo es a perpetuidad.
Es para reflexionar cómo es que el mayor insulto usado, se relacione con la figura materna que es, socialmente, la figura simbólica a reverenciar por antonomasia…
Para terminar una interesante reflexión de Sócrates a propósito de cómo responder a los insultos, con su característica ironía: Sócrates dice: “¿Acaso si me hubiera dado una coz un asno me enfrentaría a él?«.
Lo cual, nos recuerda que no se resuelve una agresión con otra similar.
Gracias, por vuestra atención,
Mª Antonia Vargas truyol
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